Los meses han pasado rápido: muchos acontecimientos han dejado alguna que otra huella este año, y más de una vez he querido dedicarle una entrada aquí , en este espacio, pero delante de la pantalla, se me iba la inspiración. Los pensamientos se me han acumulado, pero he tenido tiempo para meditar y reflexionar sobre todo lo que recuerdo que he vivido en mi vida, ya que de repente tuve todo el tiempo del mundo para dedicar a mi mismo. ¿Culpa de la crisis? Bueno, que más da, pero he así recordado mi infancia y adolescencia. No considero haber nacido en una familia pobre, primero porqué en aquel entonces tampoco sabía lo que era la pobreza, y segundo porqué con los conocimientos de hoy en día puedo decir que era de una familia obrera. Vivía en la casa de mi abuela que ella nos había prestado mientras mis padres iban construyendo piedra tras piedra su propia casa, un kilometro más allá. La casa tenía dos plantas: en la primera planta solo se dormía, y cada mañana me tocaba bajar el orinal que yo y mi hermano teníamos en el cuarto por si por la noche teníamos nuestras necesidades: no pensaba en el mal olor o si por una casualidad me iba a caer por la escalera dejando aquello una pocilga, solo la encontraba una cosa de lo más normal, creyendo que lo hiciera todo el mundo, es decir las familias vecinas. La vida se hacía mayoritariamente en la planta baja, en la cocina y en el pequeño jardín delantero. Por la mañana desayunaba pan viejo mojado en la leche caliente con un chorrito de café, e iba comiendo capa tras capa de ese manjar, no sin haber antes puesto a cada una de ella una ingente cantidad de azúcar. Cogía después mi bici, y con mi mochila rectangular en plástico duro marrón me iba al cole. Los días de la semana pasaban bastante rápido, pero la sensaciones cotidianas eran muy intensas y eso hacía que el mismo día que se estaba viviendo pareciera un año de hoy en día. Cuando llegaba el sábado, era momento de jubilo y todo cuanto se hacía era prepararse para el domingo, que era el día de fiesta. Así que tocaba ducharse (solo nos duchábamos una vez a la semana), y sacar la ropa mejor que teníamos para la mañana siguiente ir a misa y hacer ver a la gente lo guapos que podíamos llegar a ser, transmitiendo al mismo tiempo esa imagen de que todo iba bien y que la familia se las arreglaba muy bien para salir adelante. Nadie tenía que hablar mal de nadie, ni darle pié a que eso ocurriera. Llegaba el mediodía y llegaba la comida del domingo, caldo de carne con tortellini, y un segundo plato de carne con patatas al horno, y claro...de postre unas pastas de la mejor confitería del pueblo, y para mi padre por fin su café con grappa. Después todos a visitar los tíos y los primos: mi padre conduciendo su vespino 50cc (maldita la vez que decidió venderlo), mi hermano mayor delante de mi padre, mi madre detrás sentada de lado como tenían que hacer las señoras, y yo en el medio. Claro está que no se llevaba el casco, y ni falta que hacía. Siempre hacía sol, y siempre había mucha alegría (o era yo que no veía las nubes y las tormentas familiares, tanto económicas cuanto temperamentales)........eso si, a mi me tocaba el tiempo más despreocupado, mientras mis padres estaban en la finca trabajando como cerdos para levantar la nueva casa, que les costó once años antes de poder decidir que ya se podía ir a vivir, aunque no acabada. La mudanza fue algo raro y original: un pequeño tractor, que una familia cercana utilizaba para arar su gran trozo de terreno, iba arrastrando un carro con dentro nuestros muebles, que estaban plenamente al aire libre, y había que poner mucha atención ya que la carretera era de tierra y los agujeros en el suelo hacían saltar aquellos como si fueran cohetes a lanzar al espacio. Y de este viaje, no uno, sino varios.... y nosotros detrás por si se descolgaba alguna que otra pieza. Por fin luego pudo empezar nuestra nueva vida.... nueva casa de planta baja, ningún vecino al rededor, la inmensidad del campo vacío de enfrente, las gaviotas que sobrevolaban el campo recién trabajado agudizando la vista para poder planear sobre el y comerse por fin algún que otro gusano, el cambio de las estaciones que se notaba por la siembra, el crecimiento y la recogida del trigo, mi padre en su huerta al lado de la casa y mi madre que, cuando por fin le habían regalado un ciclomotor, el Califfo, iba día sí y día también a hacer la compra al nuevo supermercado que estaba a unos siete kilómetros de distancia, hiciera calor, frío, lloviera o nevara, tuviera ella resfriado, fiebre o el cólera: ella ahí con su par de ovarios bien puestos, con el pañuelo bien puesto en la cabeza para que el viento no le estropeara el pelo y con una caja de cartones de leche bien atada con hilo elástico detrás de la silla.