Las redes sociales ya forman parte de nuestra vida cotidiana y nos muestran cómo la humanidad ha ido cambiando en el siglo XXI. Su asombrosa progresión en la última década y media se refleja en su enorme popularidad, tanto es así que sus usuarios se cuentan por miles de millones en todo el mundo.
A pesar de su auge, estos gigantes digitales pusieron en evidencia su propia vulnerabilidad y fragilidad, registrando, por consiguiente, grandes pérdidas bursátiles. Pruebas de ello fueron el caso Cambridge Analytica y el escandalo informático en el mercado asiático. Estos sucesos revelaron la incapacidad de las redes sociales para compatibilizar lo público con lo privado, ya que millones de datos personales fueron sustraídos y divulgados. Como resultado, entre los usuarios creció cierto recelo, y se produjo la así llamada crisis de identidad, es decir, la no utilización o la huida de las redes por parte de sus consumidores.
Este fenómeno, acusado sobre todo en el seno europeo, ha supuesto la implantación en el viejo continente del Reglamento general de privacidad de datos, aunque inicialmente fuera no reconocido o malinterpretado por parte de las empresas involucradas. Además, la nueva normativa establece la limitación de acceso a las plataformas digitales de los menores de dieciséis años (en España, catorce). Asimismo, se indica que los padres son los responsables de vigilar que los propios menores no creen por sí mismos sus cuentas y que las redes sociales tienen prohibido captar sus datos, so pena de una considerable sanción. La polémica está servida.