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lunes, 4 de junio de 2018

Cuando aquel día salí a la calle

Cuando aquel día salí a la calle, no me imaginaba que me ocurrirían tantas desgracias en una mañana. 
Me habían citado en el juzgado n.º 10 de Barcelona un jueves por la mañana, ya que tenía una causa civil pendiente sobre la adquisición de un inmueble. La verdad sea dicha: la agencia inmobiliaria con la que había tratado me estafó, y al final me encontré sin casa y sin el dinero de las arras. Tal como me había pedido el abogado, recogí todos los documentos que eran prueba de mi buen hacer e intención, incluso aquel del banco que certificaba que tenía el dinero para dicha compra, documento indispensable en el juicio.

Me estaba disponiendo a coger la moto cuando, inesperadamente, oí una voz lejana pero familiar: 
—¡Apártese! ¡Apártese!  
No lograba descifrar su procedencia, y la curiosidad me invadió. Miré a mi derecha y a mi izquierda, pero no tuve tiempo de hacer nada más. De repente me encontré completamente empapado por agua.
 —¡Ya le había dicho que se apartara! —espetó una vecina mía gritando desde una de las terrazas altas del edificio. 

Lo único que me preocupaba era que los documentos estuvieran a salvo. Justo antes de recibir el chaparrón, los había dejado encima del sillín mientras estaba quitando el candado de la moto. Pero ahora ahí estaban: flotando en el charco que se había creado. Rápidamente los recogí y me precipité a casa. Nada más entrar por la puerta, me quité toda la ropa mojada, cogí los papeles y el secador. Al conectar este al enchufe, recibí tal descarga eléctrica que me quedé inconsciente durante unos minutos. Cuando recobré la conciencia, ¡madre mía!, los documentos se habían chamuscado. Ahí la prueba: el secador quemado, todos mis papeles estaban carbonizados y yo, sin pruebas para entregar al juez.

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